domingo, 9 de enero de 2011

El trabajo por competencias en el Prácticum

Conferencia magistral
Presentada en el VII Symposium Internacional sobre el Prácticum y las Prácticas en Empresas en la formación Universitaria, Poio 20051Promovido por la Asociación Iberoamericana de Didáctica Universitaria y organizado por Universidad de Santiago, Universidad de Vigo. Universidad de A Coruña y Uned de Pontevedra. Poio, Pontevedra, Galicia, España1 de julio de 2005.
Competencies-Based Work in the Practicum: How to Organize and Evaluate It.
Por José Tejada Fernández
Universitat Autónoma de Barcelona Departamento de Pedagogía Aplicada. 
Facultat de Ciènies de I Educació. 
08193 Bellaterra-CerdanyolaBarcelona, España.
jose.tejada@uab.es 
Resumen
I. Un anuncio…
II. Las competencias profesionales…
III. La formación por competencias…
IV. El prácticum por competencias
Referencias
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Desarrollo:
Resumen
El presente artículo centra la atención en el trabajo por competencias en el prácticum. La consideración de la insuficiencia de la formación inicial predispone a asumir el prácticum como un espacio privilegiado de socialización-iniciación profesional. Para ello se asume la competencia profesional como referente formativo de esta etapa. Una vez conceptualizada la competencia profesional y la formación basada en competencias, se abordan algunas de las implicaciones de tal asunción en el diseño, desarrollo-gestión y evaluación del prácticum.
Palabras clave: Prácticum, competencia profesional, formación basada en competencias, gestión del prácticum, evaluación del prácticum.
Si la universidad pretende hacer formación profesional, que no abandone el lenguaje de los saberes sino que lo integre al lenguaje más general de las competencias. ¡Qué, para comenzar, rompa con la ficción de que el saber es por sí mismo un medio de acción! ¡Qué no mantenga la ilusión de que para pasar a la acción es suficiente contar con saberes procedimentales! ¡Que reconozca que la puesta en obra de los saberes en situaciones complejas pasa por otros recursos cognitivos! ¿Se trata de eso que se llama a veces saberes “prácticos”? [...] saberes declarativos o procedimentales que no son producidos por la universidad ni por ninguna institución de formación, sino que forman parte de los saberes profesionales o de los “saberes experienciales” (Perrenoud, 1994, pp. 25-31).
I. Un anuncio y tres consideraciones a modo de introducción
Se necesitan licenciados en __________, ingenieros__________ con experiencia contrastada para_________, contrato indefinido, remuneración___________.
Esta información de apariencia banal, diaria y constante en los anuncios de empleo en los medios de comunicación, que el propio lector puede completar a su gusto y ubicarle la fecha, puede permitirnos iniciar nuestra reflexión con algunas consideraciones.
1.1. Insuficiencia de la formación inicial
Las nuevas modificaciones en el mundo del trabajo, sobre todo a causa de la introducción de las nuevas tecnologías, generan nuevas necesidades formativas, ante las cuales el aula y la institución de formación se muestran impotentes para su satisfacción. Más allá de las reformas habidas y su insuficiencia por la continua demanda sociolaboral, ante el acelerado y progresivo cambio, se observa cómo las propias empresas pasan a constituirse en instituciones formativas, productoras de competencias y cualificaciones concretas e inmediatas.2
Se evidencia, pues, que la formación inicial para el trabajo es insuficiente para satisfacer las demandas de los empleadores o los requerimientos del mundo del trabajo. Esta insuficiencia puede ser debida a dos razones básicas en la articulación curricular de dicha formación inicial: a) la oferta formativa está desconectada del mundo de necesidades sociales y b) el desarrollo de la formación se apoya más en la teoría que en la práctica.
La formación no puede consistir solamente en aprobar asignaturas tal y como se plantean en las instituciones educativas. Es necesario integrar conocimientos experienciales y prácticas.
La discrepancia cada vez mayor entre formación y empleo puede explicarse por el hecho que las aptitudes que los certificados confirman no bastan para desarrollar competencias en el trabajo, debido principalmente a las profundas diferencias entre las condiciones de socialización en la escuela y dentro de la empresa (Delcourt, 1999, p. 12).
Si centramos nuestra mirada en la universidad estaríamos de acuerdo en que su papel es preparar a los alumnos para ejercer una profesión. Sus títulos parecen abocados a ello, y los alumnos seguramente pretenden ejercer la carrera profesional que representan sus estudios. Pero resulta que ni los currícula ni aun los profesores son capaces de orientar esos estudios a la adquisición de las habilidades propias de la profesión, con lo que el divorcio entre teoría y práctica es claro. Pero, por el contrario, hemos de asumir que los procesos y las condiciones para generar y transmitir conocimientos son actualmente cada vez menos disociables de los procesos y condiciones de la producción. Existe, pues, la necesidad de sintonizar, por un lado, la formación con el trabajo y, por otro, la producción con la innovación.
Es cierto que se están haciendo esfuerzos para salir del modelo decimonónico en que ha vivido la universidad hasta ahora y que se han introducido prácticas externas, pero nadie negará que lo importante es “aprobar” las materias o asignaturas que articulan el plan de estudios, sin que se justifique su presencia en éste desde su conexión con el desempeño profesional.
La sociedad y el mundo que ocupa a nuestros profesionales son conscientes de ello, y así lo manifiestan reiteradamente: nuestros titulados no poseen las competencias básicas para el desempeño profesional en un puesto de trabajo3 y que esas competencias, tal y como están las cosas, sólo pueden adquirirlas en el ejercicio laboral.
Por todo ello, habremos de admitir que algo no funciona en la conjunción formación-trabajo.
Y entre las cosas que no funcionan está el uso de las herramientas y los procedimientos que se están imponiendo en la mediación ser humano-información, ser humano-conocimiento, entre otras razones, porque hacerlo supondría cambiar el qué y el cómo se enseña.4
En cualquier caso, la necesidad del cambio está asumida en la educación superior desde hace tiempo, otra cosa es su implantación. Un ejemplo de ello es que hace algunos años la Conferencia Mundial sobre la educación superior, convocada por la United Nations Educational, Scientific and Cultural Organization (UNESCO) (1998) estableció que en un contexto económico, social y tecnológico, caracterizado por los cambios y la aparición de nuevos modelos de producción basados en el conocimiento y sus aplicaciones, así como por el tratamiento de la información, deben reforzarse y renovarse los vínculos entre enseñanza superior, el mundo del trabajo y otros sectores de la sociedad, para lo cual dicha Conferencia trazó los siguientes lineamientos:
Combinar estudio y trabajo.
Intercambiar personal entre el mundo laboral y las instituciones de educación superior.
Revisar los planes de estudio para adaptarlos mejor a las prácticas profesionales.
Crear y evaluar conjuntamente modalidades de aprendizaje, programas de transición, de evaluación y reconocimiento de los saberes previamente adquiridos por los estudiantes.
Integrar la teoría y la formación en el trabajo.
1.2. El prácticum como espacio privilegiado de inicio a la socialización profesional
La sociedad del conocimiento, entre otras cosas, requiere de individuos con altas capacidades de aprendizaje, actualizados y de resolución de problemas complejos. Este requerimiento deviene del incremento de información a gestionar propiciado por las tecnologías de información y comunicación (TIC) y conlleva hacer más compleja la toma de decisiones en cualquier situación profesional.
Tradicionalmente la mayor capacidad de resolución de problemas se adquiría con la experiencia y con un mayor nivel de cualificación. Sin embargo, ahora con la velocidad del cambio a la que está sometida la sociedad del conocimiento, la experiencia escasea por definición y las cualificaciones están sujetas al vaivén del ritmo del cambio.
Homs sostiene que:
Escaseando la experiencia, el nivel educativo no es garantía suficiente, se requiere una “cabeza ordenada”, una cierta dosis de creatividad, una actitud determinada, una fortaleza de personalidad y una metodología específica para afrontar la complejidad. Elementos que, en general, no están presentes en la definición académica de los contenidos de formación (2001, p.10).
La misma definición de competencia profesional ligada a la experiencia y a un contexto determinado propicia un desplazamiento hacia el sistema laboral de la propia formación. Y esto no es de extrañar, le corresponde a la institución (empresa) localizar las competencias (conocer el potencial), con todo lo que implica evaluar, validar y hacerla evolucionar (desarrollar).
Se atisba una cierta división del trabajo (Zarifian, 1999) entre el sistema educativo y el sistema laboral, ya que:
a) al primero le corresponde el papel de constituir conocimientos, validarlos por diplomas y desarrollar las capacidades propias del individuo, y
b) al segundo, le corresponde el papel de emplear esos conocimientos, combinarlos con la experiencia profesional y la formación continua a efectos de desarrollar las competencias y validarlas.
Esto da pie a pensar en el nuevo escenario de formación superior conectada con el mundo del trabajo y sus relaciones e interconexiones. En un trabajo anterior (Tejada, 2003) apuntaba en torno a la necesidad de integrar ambos sistemas; es más, se articulaba en torno a un sistema nacional de competencias profesionales, como respuesta a los desafíos de la formación y el empleo.
En este momento introductorio sencillamente interesa resaltar el espacio de intersección entre el ámbito laboral y el ámbito formativo como espacio genuino del prácticum. Más adelante nos ocuparemos de su articulación e implicaciones para el diseño y desarrollo curricular. De momento, baste con asumir que entendemos el prácticum5 como:
El periodo de formación que pasan los estudiantes en contextos laborables propios de la profesión: en fábricas, empresas, servicios, etc.; constituye, por tanto, un periodo de formación (…) que los estudiantes pasan fuera de la Universidad trabajando con profesionales de su sector en escenarios de trabajos reales (Zabalza, 2003, p. 45).
El prácticum se convierte, en este entramado complejo, en el puente conector de ambos mundos, el formativo y el laboral.
Con todo, en la línea de Zabalza (2003), hemos de gestionar bien los dilemas6 que se nos plantean: desarrollo personal versus desarrollo científico, profesionalización versus enriquecimiento cultural, especialización versus polivalencia, institución formadora versus institución de trabajo, prácticas versus prácticum, etcétera.
1.3. La competencia profesional como referente de la formación
El enfoque de la formación basada en la competencia ha significado un paso adelante en el sentido de poner mayor énfasis en la globalidad de las capacidades del individuo y de reconstruir los contenidos de la formación en una lógica más productiva, menos académica, y más orientada a la solución de problemas.
De todas formas, hay que realizar algunos matices dentro del mismo enfoque y evitar, de esta forma, la ambigüedad en la que algunos se posicionan para contrarrestar este planteamiento:
Orientar la formación hacia las competencias no puede reducirse a una formación más práctica, como contrapunto directo de la teorización de los planteamientos formativos universitarios, apuntada con anterioridad. Formar individuos competentes requiere incorporar la experiencia en el propio proceso formativo, sin el cual no se adquiere la competencia, como veremos posteriormente.
Abrir el espacio del prácticum para que los individuos puedan desarrollar sus competencias es un requisito imprescindible en el planteamiento.
A menudo se contrapone el enfoque de las competencias y el de las cualificaciones. Una cosa es que se pueda reconocer la competencia a través de la experiencia y otra, muy distinta, es que para el desarrollo de las competencias se minusvalore el proceso formativo. De lo contrario, se volvería a la situación de los años 50-60, en los que la competencia se adquirió a través de la experiencia, sin una base formativa sólida.
La mejor forma de desarrollar las competencias es articulando formación y experiencia, no sustituyendo una por otra.
No obstante, hay que tener presente que es este escenario de cambio constante, el que propicia y justifica la emergencia de un nuevo discurso que va más allá de la formación para el empleo o para el puesto de trabajo, y que pone el énfasis en la mejora de las competencias personales y de la organización.
Estas mínimas acotaciones nos dan pie para centrar nuestro trabajo sobre el trabajo por competencias en el prácticum. Para ello consideramos necesario abordar una mínima conceptualización sobre competencia profesional y su formación-desarrollo, como referentes, para después centrarnos en la organización y evaluación del prácticum desde este enfoque.
II. Las competencias profesionales: conceptualización
El muestrario de definiciones sobre competencias que elaboramos en un trabajo anterior (Tejada y Navio, 2004),7 nos pone de manifiesto que el concepto de competencia sigue poseyendo un “atractivo singular”, parafraseando a Le Boterf (1996): la dificultad de definirlo crece con la necesidad de utilizarlo. De manera que, en estos momentos, como destaca este autor, más que un concepto operativo está en vía de fabricación.
Pero más allá de esta dificultad, es necesario concretar y llegar a algunos puntos de síntesis de definición para nuestro quehacer:
a) Una primera nota característica en el concepto de competencia es que comporta todo un conjunto de conocimientos, procedimientos y actitudes combinados, coordinados e integrados, en el sentido que el individuo ha de saber hacer y saber estar para el ejercicio profesional. El dominio de estos saberes le hacen capaz de actuar con eficacia en situaciones profesionales. Desde esta óptica, no sería diferenciable de capacidad, erigiéndose el proceso de capacitación clave para el logro de las competencias. Pero una cosa es ser capaz y otra muy distinta es ser competente, poseyendo distintas implicaciones idiomáticas.
De hecho, bastantes definiciones así lo resaltan, desde el dominio o la posesión, etcétera de tales características de forma integral para llegar a ser capaz o disponer de la capacidad de saber actuar. Estamos ante un equipamiento profesional o recursos necesarios para tal actividad. Con ello, llegamos a que las competencias implican a las capacidades, sin las cuales es imposible llegar a ser competente.
Desde lo constitutivo de la competencia nos parece relevante el planteamiento del profesor Ferrández (1997) que, arrancando de la capacidad, llega a la competencia. Respecto a la primera, nos indica que:
Es preferible verla como una triangulación perfecta que construye un sólo polígono; desde esta perspectiva el punto de mira ya se puede dirigir más a un lado u otro del triángulo porque siempre estaremos atrapados por la presión presencial de los otros lados. Si vamos más adelante, tendremos que aceptar que las competencias también son el producto de una serie de factores distintos entre sí, pero en perfecta comunicación [...] Gracias al conjunto que forman las capacidades se logran las competencias mediante un proceso de aprendizaje. A su vez, la o las competencias logradas aumentan el poder de las capacidades con lo que el proceso se convierte en una espiral centrífuga y ascendente que hace necesario el planteamiento que dimana de la formación permanente: logro de más y mejores competencias en el desarrollo evolutivo de las capacidades de la persona (pp. 2-3).


En la Figura 1 se representa dicho planteamiento:


Figura 1. Caracterización de las competencias (Ferrández, 1997, p. 3)
b) Las competencias sólo son definibles en la acción (Tejada, 1999a, 2002, 2004). En la línea de lo apuntado anteriormente, las competencias no son reducibles ni al saber, ni al saber hacer, por tanto, no son asimilables a lo adquirido en formación. Poseer unas capacidades no significa ser competente. Es decir, la competencia no reside en los recursos (capacidades), sino en la movilización misma de los recursos. Para ser competente es necesario poner en juego el repertorio de recursos. Saber, además, no es poseer sino utilizar.
Pero aún más, en esta línea argumental cabría superar una interpretación simplista de utilizar, para no quedarse en la mera aplicación de saberes.7 Un formador, por ejemplo, desde esta óptica no puede reducirse a la aplicación directa de los principios, teorías o leyes de enseñanza-aprendizaje de un contexto a otro sin más. Pasar del saber a la acción es una reconstrucción: es un proceso con valor añadido. Esto nos indica que la competencia es un proceso delante de un estado; es poniendo la competencia en práctica y acción como se llega a ser competente.
Aún existe otro matiz diferenciador en este punto, que distingue la capacidad de la competencia y que, a simple vista, puede resultar irrelevante. El saber hacer al que hacemos alusión no es un saber imitar o aplicar rutinariamente los recursos de los saberes propios del individuo –esto estaría más cercano a la capacidad–, el saber que aludimos es un saber-actuar. Como destaca Le Boterf:
Hacer sin actuar es poner en práctica (poner en ejecución) una técnica o realizar un movimiento sin proyectar los sentidos y los encadenamientos que supone,… mientras que el saber actuar pone un grupo de acciones… un conjunto de actos donde la ejecución de cada uno es dependiente del cumplimiento del todo o en parte de los otros (1994, p. 47).
La competencia, pues, exige saber encadenar unas instrucciones y no sólo aplicarlas aisladamente. Incluso, desde esta óptica, puede llegarse a que el saber actuar sea precisamente no actuar. Una buena reacción ante una situación problemática puede ser precisamente no intervenir.
c) No es suficiente con verificar qué elementos son constitutivos de las competencias. Hemos de profundizar más y de ahí que recurrir a cómo se conforman. Cabría pues, más allá de lo dicho respecto a las capacidades y competencias, asumir que no es suficiente con el proceso de capacitación –por ende, posibilitador de las capacidades y apoyado en la formación–, sino que en este terreno la experiencia se muestra como ineludible.
Esta asunción tiene que ver directamente con el propio proceso de adquisición de competencias, como hemos indicado, y atribuye a las mismas un carácter dinámico. De ello, podemos concluir que las competencias pueden adquirirse a lo largo de toda la vida, constituyendo un factor capital de flexibilidad y de adaptación a la evolución de las tareas y los empleos. En la Figura 2 se representa este planteamiento.


Figura 2. Desarrollo de las capacidades y las competencias (Tejada, 1999a, p. 26).
En síntesis, el concepto de competencia es indisociable de la noción de desarrollo. No debemos olvidar que como resultante de dicho proceso de adquisición también se incrementa el campo de las capacidades, entrando en un bucle continuo que va desde las capacidades a las competencias y de éstas a las capacidades e inicia de nuevo el ciclo potenciador en ambas direcciones, en un continuum inagotable (espiral centrífuga y ascendente).
d) El contexto, por último, es clave en la definición. Si no hay más competencia que aquella que se pone en acción, la competencia no puede entenderse tampoco al margen del contexto particular donde se pone en juego. Es decir, no puede separarse de las condiciones específicas en las que se evidencia.
En la dirección del análisis y la solución de problemas, en un contexto particular en el que a partir de dicho análisis y para el mismo, se movilizan pertinentemente todos los recursos (saberes) de los que dispone el individuo para resolver eficazmente el problema dado.
Pero ello no quiere decir necesariamente que cada contexto exige una competencia particular, con lo cual podríamos llegar al infinito interminable de competencias, sino que la propia situación demanda una respuesta contextualizada. Es decir, de los recursos disponibles del individuo, en una acción combinatoria de los mismos, se puede –gracias a la flexibilidad y adaptabilidad, también como competencias– obtener la solución o respuesta idónea para dicha situación.
Ni qué decir de esta conceptualización que permite simplificar las cosas desde la óptica de la formación, sobre todo, porque desde planteamientos de formación inicial puede acometer las genéricas, con una visión o proyección polifuncional; mientras que el centro de atención de la formación continuada puede ser doble: desarrollo de las competencias específicas, e incremento-desarrollo de las competencias genéricas.
Si nos referimos a la utilidad de la competencia profesional, podemos constatar la importancia de la adaptación al contexto de trabajo. Esta adaptación se manifiesta de maneras muy distintas: desempeño eficaz, efectivo y exitoso, lograr la colaboración, resolver problemas, etcétera.
Si ésta forma parte de un atributo personal, pero además está relacionada con el contexto, supone asumir que la competencia profesional puede adquirirse mediante acciones diversas: procesos reflexivos de formación o procesos “ciegos” de aprendizaje en el puesto de trabajo.
Por otra parte, la competencia es un conjunto de elementos combinados e integrados, que deben evaluarse para desarrollar su utilidad. Así, cuando asumimos que la competencia profesional se plantea en un contexto cambiante, es coherente deducir su inevitable evolución y, por tanto, su necesaria evaluación. Es decir, ser competente hoy y aquí no significa ser competente mañana o en otro contexto.
III. La formación por competencias: apunte mínimo
En el momento actual, sobre todo desde el planteamiento del Espacio Europeo de Educación Superior (EEES), el perfil profesional ha adquirido un fuerte protagonismo en la formación de profesionales. Este referente se convierte en un instrumento (un espejo donde centrar la mirada), en un contexto donde el cambio y la necesidad se han erigido en los motivos prioritarios de análisis y evaluación, a la hora de pensar en una formación que tenga validez pertinente para garantizar el desarrollo regional y el progreso económico y tecnológico de un país. Sólo así es posible concretar el modelo en un repertorio de perfiles profesionales, sujeto a cambio, pero a la vez, superador de los desafíos de la formación y el trabajo: transparencia, coherencia, movilidad, polivalencia, flexibilidad, convergencia, correspondencia, homologación, reconocimiento, serían algunos exponentes relevantes en la actualidad (Tejada, 2003).
En un trabajo anterior insistíamos en la necesidad de referentes de este tipo, articulados en un sistema nacional de referencia. De hecho, la propuesta de modelo sobre este particular, que a continuación se apunta (Figura 3), deriva de la propia situación española en relación con el propio desarrollo de la Ley de las Cualificaciones y de la Formación Profesional (Ley Orgánica 5/2002).
A los efectos de este trabajo, entendemos por un sistema nacional de competencias profesionales aquel conjunto de elementos y mecanismos que permiten establecer y/o regular la identificación, adquisición, evaluación y reconocimiento de las competencias profesionales.
Este breve apunte definitorio tiene sus implicaciones. Por una parte, la concreción de sus elementos. En este sentido, dicho sistema debe integrar en su seno elementos tales como perfiles profesionales, orquestados en clave de familias profesionales, las cuales deben, a su vez, concretar las competencias profesionales de las mismas, a través de los diferentes repertorios o catálogos de competencias. Por tanto, perfil profesional, familia profesional y catálogo de competencias se erigen como los tres elementos base constitutivos de dicho sistema, desde una visión meramente descriptiva.


Figura 3. Elementos configuradores de un Sistema Nacional de Competencias Profesionales (Tejada, 2003, p. 3)
Por otra parte, desde una visión más funcional, en la medida que dicho sistema se convierte en un referente tanto para el diseño, el desarrollo y la evaluación de la formación, así como para la regulación y gestión del mercado de trabajo, el mismo sistema puede integrar el catálogo modular de formación profesional asociada a dichos perfiles, sus módulos formativos, y el sistema de reconocimiento de dichas competencias profesionales (caso español, por ejemplo).
La lógica del sistema, ubicados en el ámbito laboral, parte del análisis de las situaciones de trabajo. Establece, a partir de éste, el catálogo de competencias profesionales necesarias para satisfacer las demandas laborales. Las mismas se orquestan en los correspondientes perfiles profesionales que se integran en las diferentes familias profesionales.9
A partir de este referente desde el ámbito de la formación, sobre todo su diseño, podemos entrever las necesidades formativas y establecer los diferentes perfiles formativos, con lo que se da pie a la elaboración del catálogo modular de formación profesional, quedando articulada de esta forma la oferta de formación profesional (títulos). Oferta que afecta, por supuesto, a los distintos subsistemas de formación profesional (reglada, ocupacional y continua) y su propia integración.
En este momento del desarrollo de la formación, no podemos olvidar que un sistema nacional de competencias profesionales debe concretar también su propio sistema de reconocimiento y certificación de dichas competencias, con independencia del propio sistema de adquisición (formación o experiencia laboral), los procedimientos y mecanismos reguladores del mismo. De ahí que este subsistema sea también uno de los elementos fundamentales en la articulación del sistema nacional de competencias (SNC).
La descripción del SNC no debería agotarse aquí, en sus elementos básicos y configuradores, sino que también habría que considerar el conjunto de dispositivos que lo hacen viable, permitiendo su funcionamiento. Con ello, estamos apuntando hacia los observatorios profesionales como mecanismos básicos de actualización de las nuevas necesidades, tanto de empleo como de formación. Su papel es clave en la actualización de los viejos perfiles profesionales y en la definición de los nuevos. Dichos observatorios profesionales pueden asumir diferentes grados de descentralización, tanto sectorial como geográfica.10
No debemos olvidar en este punto que el contexto de referencia no tiene que ser restrictivo al ámbito nacional. Hace tiempo que el marco de referencia, así como los escenarios de actuación profesional, fueron ampliados con el ingreso de España en la Unión Europea. Desde este nuevo escenario se han realizado y se están realizando múltiples acciones de convergencia, en clave de políticas y acuerdos de formación en esta dirección. Prueba de ello son los intentos unánimes de definir un mercado único de las formaciones (los acuerdos o declaraciones de La Sorbona, Bolonia, Praga, Lisboa, Berlín, etc. serían fieles exponentes de lo apuntado). Con independencia de los matices diferenciales que pudiéramos encontrar en los diferentes modelos de sistemas nacionales, no cabe duda que prácticamente en la mayoría de ellos se tiene como punto de partida las competencias profesionales, con lo cual el camino hacia la homologación- convergencia-correspondencia se acorta, incluso, se podría eliminar, si se lograse también dicho mercado único de la formación y del trabajo en el ámbito europeo.
La universidad, como institución de formación profesional superior (Tejada, 2003), en este espacio de interconexión e interdependencia, no puede ser ajena a las exigencias y consecuencias de los nuevos planteamientos e incluso requerimientos. La fuerte incidencia e interdependencia entre la educación y la sociedad debe hacer que la universidad no se limite a “ir detrás del carro” de aquella, sino convertirse en un agente de comprensión y cambio hacia un modelo deseable.
Su posición en este entramado es privilegiada. La modernización del sistema económico impone exigencias cada vez más imperativas a los sectores que impulsan esa continua puesta al día, concretamente en los sectores vinculados al desarrollo cultural, científico y técnico. De ahí que estemos ante una institución que está obligada a superar cualquier atisbo de enquistamiento y necesita, para cumplir sus funciones básicas, una apertura y flexibilidad –si cabe– cada vez más exigente. Nadie cuestiona su papel fundamental en lo relativo a la creación, desarrollo, transmisión y crítica de la ciencia, la técnica y la cultura; menos aún, la difusión, valoración y transferencia del conocimiento al servicio de la cultura, de la calidad de vida y del desarrollo económico. Pero simultáneamente ha de preparar para el ejercicio de las actividades profesionales que exigen la aplicación de conocimientos y métodos científicos.
El giro copernicano en relación con el trabajo en la lógica disciplinar o la lógica del perfil profesional es más que evidente y tienen sus repercusiones en el propio diseño curricular de la formación basada en competencias.
Todo cambio educativo repercute de inmediato en el modelo curricular. La actual situación del mundo del trabajo en su conexión con la formación nos predispone a la adopción de un modelo que no puede ser de alto índice prescriptivo, sino que ha de consentir la intromisión de alternativas en los programas y procesos. Ineludiblemente, estamos ante un planteamiento pedagógico que, abandonando lo predecible, estable y permanente, ha de instalarse con todas las consecuencias en lo impredecible, momentáneo y cambiante. En este sentido, surgen automáticamente dos características básicas en tal quehacer: la flexibilidad y la polivalencia. Ello se debe fundamentalmente al enmarcamiento en las necesidades formativas para el trabajo, sin olvidar que tales necesidades pueden tener una efímera existencia, pero que servirán de caldo de cultivo para nuevas necesidades, a la vez portadoras de nuevas exigencias formativas y no formativas.
La polivalencia y la flexibilidad van a ser una constante en los nuevos planteamientos pedagógicos de la formación para el trabajo. Esto significa también que su presencia ha de darse en la planificación y el desarrollo del currículum (Tejada y Ferrández, 1998). Desde esta óptica consideramos que:
Para que un plan formativo sea flexible y polivalente es preciso, hoy por hoy, pensar en diseños modulares, especificados en créditos y unidades didácticas. Ahora bien, estos módulos tienen que llenarse de contenido, en busca del logro de las competencias profesionales. No cabe duda que para que esto sea factible, los módulos serán unidades mínimas, pero con sentido, estructuradas en función del perfil profesional que se desee lograr.11 Es el perfil donde se determinan los conceptos, los procedimientos, las actitudes y los valores que se requieren para la consecución de la competencia. A su vez, los perfiles pertenecen a una familia profesional concreta, por lo que el módulo, indirectamente, también busca referencias a este macroindicador: la familia profesional.

Se ha dicho que a la vez es polivalente. Dicha polivalencia está presente en el interior de los módulos. Sin embargo, su punto de arranque se encuentra en los perfiles. Se verifica la presencia de competencias y capacidades generales para todos los perfiles que componen la familia profesional. Aquí se enraíza la polivalencia, en lo que es común para todos. Piénsese, por ejemplo, dentro de la familia profesional de la educación en los perfiles del profesor de formación profesional y el profesor de universidad; la competencia específica de diseñar o programar la enseñanza no será totalmente diferente. Aunque haya aspectos diversos, los habrá semejantes. En estos que son semejantes es donde se asienta la polivalencia.
También cabe aludir a la flexibilidad y la polivalencia en el propio proceso de enseñanza-aprendizaje. En este sentido, se planifican acciones en función de objetivos, pero no se predeterminan, sino que se indica lo que parece más lógico didácticamente. Es decir, de acuerdo con la experiencia, la investigación, la reflexión y la contrastación del momento enseñanza-aprendizaje, parece que lo más adecuado es seguir un planteamiento de trabajo en grupo, con refuerzo individual, utilizando diversos media y terminar en un debate coordinado por el profesor.
No queda aquí solventado el problema. Aún no hemos dicho nada respecto a la polivalencia de las estrategias metodológicas. El caso es que el buen dominio de estrategias, hasta llegar a la conjugación más adecuada para un momento determinado, hace al profesor polivalente para distintas situaciones de enseñanza. Del mismo modo, cuando un alumno ha llegado a familiarizarse con el uso de distintas estrategias, ha logrado un nivel de polivalencia que le permite enfrentarse con éxito a diversos estados y estadios de aprendizaje.
La opción modular por créditos, por lo tanto, es la más cercana a la adecuación de las acciones formativas a las situaciones emergentes. Los módulos o simplemente los créditos se acomodan, se amplían o se incardinan como nuevos. Además, es también el modelo más idóneo para potenciar las acciones recurrentes, en cuanto admite cualquier tipo de organización de la formación en alternancia.12
Por último, la formación basada en competencias, en tanto metodología de exploración de saberes productivos, nos introduce de manera sistemática en la descripción de las actividades que se aplican en la resolución de problemas vinculados a un perfil profesional determinado, en los resultados esperados y en los conocimientos que se vinculan en ellos.
Es una herramienta que permite establecer con precisión qué se demanda hoy de los trabajadores cualquiera sea su nivel de responsabilidad o autonomía en el ejercicio de su rol profesional. Pero además, nos permite analizar de qué manera el desarrollo de estas exigencias vincula, cada vez más estrechamente a los esquemas de: formación para el trabajo (off-job) y formación en el trabajo (on-job) (Sladogna, 2003, p. 11).
IV. El prácticum por competencias
La lógica de la competencia justifica el desplazamiento o división del trabajo entre el sistema educativo y el sistema sociolaboral. Sin embargo, no descarta ninguno de los subsistemas de formación, sencillamente los reubica, los dota de “nuevas competencias” y los integra.
La misma definición anotada con anterioridad sobre competencias nos realza la acción, la experiencia y el contexto de actuación como claves, entre otras, en dicha conceptualización.
Esto nos predispone a dotar de sentido el prácticum, como espacio de intersección, integración y encuentro de la teoría y la práctica, desde el enfoque de las competencias. Pero a su vez, no basta con afirmar que es un espacio privilegiado, sino que también hemos de fijar y propiciar las condiciones para tal fin. Esto nos catapulta hacia una articulación particular del mismo, desde su fundamentación hasta su organización, desarrollo y evaluación.
4.1. Justificación psicopedagógica
Es incuestionable que el prácticum por competencias se erige en uno los dispositivos clave de una formación integral para el trabajo. Varias razones apoyarían esta afirmación. Ilustremos algunas de ellas.
El desarrollo de una competencia es una actividad cognitiva compleja13 que exige a la persona establecer relaciones entre la práctica y la teoría; transferir el aprendizaje a diferentes situaciones, aprender a aprender, plantear y resolver problemas y actuar de manera inteligente y crítica en una situación (Gonczy, 2001, p. 39).
La formación en el contexto de trabajo, argumenta Levy-Leboyer, es superior a cualquier tipo de formación, por cuanto: “Las experiencias obtenidas de la acción, de la asunción de responsabilidad real y del enfrentamiento a problemas concretos, aportan realmente competencias que la mejor enseñanza jamás será capaz de proporcionar” (Lévy-Leboyer, 1997, p. 27).
De manera análoga se manifiesta Le Boterf: “Si la competencia es indisociable de su puesta en marcha, su ejercicio es necesario para que se mantenga. Las averías, los incidentes, los problemas o los proyectos son oportunidades necesarias para el mantenimiento y el desarrollo de las competencias” (1995, p. 18).
Como se ha apuntado en las razones precedentes, uno de los elementos clave para el desarrollo de competencias es el de la experiencia. Así, la pregunta que surge es, ¿qué experiencias deben promoverse para el desarrollo de las competencias? También podemos ampliar la cuestión del siguiente modo: ¿todas las experiencias son válidas para el desarrollo de las competencias? e incluso, a ¿qué tipo de competencias hay que atender?
Una primera respuesta rápida a la cuestión la podemos encontrar desde la lógica de la tipología de competencias a abordar en un prácticum. Ahora, con independencia de criterios clasificatorios hemos de apostar definitivamente por las competencias específicas del perfil profesional.
Esto no quiere decir que no se trabajen o no se tengan en cuenta las competencias básicas (básicas, genéricas, instrumentales o transversales); más bien lo contrario: estarán presentes, aunque no sean el norte, como necesarias, incluso, en más de una ocasión serán imprescindibles para poder afrontar las competencias específicas del perfil. Lo que queremos indicar es que para que un prácticum sea eficaz el alumno debe llegar a él equipado con las competencias básicas que activará para la adquisición y el desarrollo de las competencias específicas.
Otra respuesta nos la aporta Lévy-Leboyer (1997) desde la lógica de las experiencias a propiciar. Concretamente nos apunta dos dimensiones a tener en cuenta, para que las experiencias sean favorecedoras del desarrollo de competencias: la dificultad y el desconocimiento. Así, cuando una actividad plantea dificultad y es desconocida, es susceptible de tener un valor en el desarrollo de competencias. No obstante, como apunta la autora, deben considerarse los estilos de aprendizaje para saber si las experiencias (difíciles y desconocidas) son aptas para el desarrollo.
De manera complementaria, se expresa Mertens (1998) cuando explicita dos factores condicionantes del desarrollo de la competencia en las organizaciones:
La asunción de un determinado grado de responsabilidad por parte del destinatario; es decir, que pueda actuar por su cuenta cuando haya que tomar decisiones.
El ejercicio sistemático de la reflexión en y ante el trabajo en cualquiera de sus modalidades.14
Así, el desarrollo de competencias supone una estrecha colaboración entre lo que aporta el individuo al proceso de trabajo y lo que la organización puede facilitarle para el desarrollo de sus competencias (por ejemplo, tiempos y espacios de reflexión, posibilidad de ejecutar el grado de responsabilidad acordado, etc.).
Con lo dicho, la idea de desarrollo toma sentido cuando se relaciona con los logros de la formación. No sólo supone extender la formación a todos los contextos de la vida profesional (durante la vida activa y mediante la misma), sino que además, se desarrolla el propio concepto de la formación, incorporando elementos experienciales, contextuales y de acción. Sirva de ilustración la afirmación de Mertens (1998, p. 47): “En el momento de la realización de la función, el trabajador no sólo aplica y practica conocimientos adquiridos en los momentos de reflexión y capacitación ‘formal’, sino que también descubre y aprende trabajando, desarrollando así su competencia”.
No debemos olvidar que la reflexión en la acción abarca el conocimiento en la acción, aquél que se revela en las acciones inteligentes, ya sean observables al exterior o que se den internamente en las personas. En ambos casos el conocimiento está en la acción, se evidencia a través de la ejecución espontánea y hábil.
4.2. Implicaciones metodológico-organizativas
Para que la formación pueda ser un instrumento relacionado de manera significativa con las competencias, y si se quiere con su desarrollo, es preciso atender algunos aspectos fundamentales que la caracterizan y la diferencian de otras acciones de formación no específicamente relacionadas con las competencias.
La aportación de Bunk (1994) es significativa al respecto. Para este autor, la transmisión de las competencias (mediante acciones de formación) se basa en la acción. El desarrollo de la competencia integrada (competencia de acción profesional)15 requiere de una formación dirigida a la acción; es decir, puede y debe relacionarse con funciones y tareas profesionales en las situaciones de trabajo con el fin de que la competencia cobre su sentido genuino y global. De nuevo la insistencia en las competencias específicas del perfil profesional.
De este modo, en los procesos de formación basada en competencias, los procesos de aprendizaje que se favorecen deben orientarse hacia la acción del participante tomando como referente el marco organizativo en el que la situación de trabajo es situación de aprendizaje.
4.2.1. En relación con las estrategias metodológicas
Si asumimos que hoy no basta con la competencia técnica, debemos considerar además la competencia social, los procedimientos, las formas de comportamiento, etcétera. También es cierto que debemos huir del desarrollo aislado de cada una de las competencias requeridas si no queremos caer en una perpetuación taylorista no útil en las condiciones actuales del contexto. Así, será preciso optar por un enfoque global e integrado, sobre la base de las estrategias metodológicas que toman como protagonista principal al alumno.
No cabe duda que la acción y la experiencia son importantes. Pero más allá de su justificación psicopedagógica, conviene reparar en dicha acción.
Más concretamente, ¿cuáles son los métodos y formas sociales que deben tomarse en consideración para que la formación, basándose en competencias, tome como referente la acción a realizar?
Lo primero que hay que advertir, como afirma Mulcahy (2000), es que no puede darse un modelo general y generalizable en relación con la formación basada en competencias. Como consecuencia de la dificultad de un discurso unitario sobre la estrategia metodológica a activar en el prácticum, somos partidarios de planteamientos más bien diversificados, por la misma lógica de la diversidad contextual y de perfiles profesionales a los que se debe atender, incluso los momentos de realización del prácticum profesionalizador. Por tanto, es necesario proponer la concreción de cada modalidad de formación, a la realidad contextual que se trate.
En cualquier caso, los métodos activos (en los que el discente es protagonista) son imprescindibles para transmitir la competencia de acción profesional, puesto que es mediante la acción como se aprende a actuar. En este sentido, son múltiples las posibilidades de multivariedad metodológica.
Con todo, creemos imprescindible articular el prácticum a partir del aprendizaje basado en problemas, el estudio de casos y el aprendizaje mediante proyectos,16 ya que permiten, además, una orientación interdisciplinar (incluso transdisciplinar), cuando los alumnos en su desarrollo necesitan recurrir a más de un área de conocimiento para garantizar el éxito en la tarea. Además, una enseñanza de este tipo permite superar la separación entre teoría y práctica, ya que los problemas prácticos son los que guían a los alumnos en la elección de teorías relevantes.
Finalmente, las formas sociales ocupan un espacio específico. Sin ser métodos, tienen sentido en cuanto a su transmisión por las actuales condiciones de trabajo (en grupo, en equipo cooperativo, en base a necesidades específicas y, en ocasiones individuales, etc.). De hecho, las estrategias metodológicas lo implican, y lo que es más, exigen de la colaboración entre iguales y entre profesores y alumnos (tutores). Son los miembros del grupo quienes se dan apoyo mutuamente, los que se ayudan a comprender las teorías difíciles y a superar el esfuerzo que supone la realización de un proyecto o la resolución de un problema complejo.
De la combinatoria de unos (métodos) y otras (formas sociales) podemos encontrar fórmulas que, aun excediendo los propósitos de este trabajo, no debemos dejar de apuntar. Nos referimos a los círculos de calidad, los talleres de formación, las islas de formación, el coaching, el mentoring, la rotación de empleo; sin descartar otras modalidades en alternancia. Eso sí, con programas modulares de formación y de programas de créditos, que presuponen dicha alternancia entre la formación teórica y el aprendizaje práctico ligado a contexto (Tejada, 2004).
4.2.2. En relación con los actores implicados
Si la acción es clave en el desarrollo de competencias y el discente es el protagonista principal en este planteamiento, no por ello debemos olvidar el papel docente en este entramado. Es más, aunque no sea el protagonista principal de la acción, sigue siéndolo del diseño, de la gestión y la evaluación del prácticum.
Hay que precisar, no obstante, que la función docente en el caso del prácticum es asumida y distribuida entre diferentes actores, que merecen particular atención. No debemos olvidar antes de su mínima descripción que partimos de la idea de pluralidad y diferenciación funcional; además, la naturaleza y calidad de su interacción, mediación e intercambio es fundamental para el éxito del prácticum.
En primer lugar, hay que significar los conceptotes responsables que operan entre los ámbitos sociolaboral y formativos en los que se desarrolla la formación. Su diálogo inicial es clave para el plan de formación y el ajuste –disposición del dispositivo–. Supervisores de equipo, directores de formación de empresa, coordinadores de titulación o directores de departamento de institución formativa, etcétera, vendrían a constituir los imprescindibles equipos para la concepción y el diseño del prácticum.
Otro actor clave es el tutor de empresa o centro de trabajo (hombre pivote), cuya actividad es metodológica, al vincular las situaciones de producción o servicio con la formación. Gestionar las acciones relacionadas con la integración y acogida de los alumnos en el proyecto de formación, dar respuesta a las cuestiones derivadas de la implantación del proyecto, captar, procesar y difuminar informaciones para el desarrollo. Apoyar y orientar a los monitores, intervenir en la evaluación, encargarse de los trámites de la certificación de las competencias, entre otras, serían funciones vinculadas con este actor.
También podríamos contar con monitores (según sea el caso), que asumirían parte de las funciones anteriormente apuntadas y que se integrarían en el equipo del tutor de empresa.
Otro actor relevante en el proceso de prácticum es el tutor universitario que hace de intermediario entre el escenario profesional y la institución educativa. Algunas de sus funciones son: orientar y motivar en situaciones y problemas que surgen, la concepción de dossieres o nuevos documentos, según las necesidades escénicas, la evaluación de logros y la asistencia pedagógica.
Ni qué decir de que cada uno de ellos necesita una formación y experiencia profesional, que les permita igualmente disponer de las competencias necesarias de cada subperfil en el proceso de prácticum, ya que como bien sabemos, es interdisciplinar desde el punto de vista del contenido. De ahí que muchas veces no baste con un solo tutor para acometer las exigencias de desarrollo del prácticum (desde su concepción hasta su evaluación por competencias), sobre todo si proviene de una disciplina, y que apostemos por el trabajo en equipo de formación para responder a dichas exigencias.
4.2.3. En relación con los medios y recursos
No cabe duda que un prácticum genera costes adicionales que, en todo caso, se pueden considerar como reducidos si se valoran en función de la mejora de la calidad de la formación que produce, la multiplicidad de agentes y situaciones de aprendizaje que provoca; sobre todo, su alta capacidad a favor de empleadores y jóvenes, para su inserción en el empleo.
En síntesis, debemos prever:
Una asignación económica complementaria en la institución educativa, con el fin de tener cobertura sobre los gastos derivados del control, el seguimiento, la evaluación y los materiales.
Compensación a las empresas17 por los gastos derivados de la utilización de materiales por parte de los alumnos, así como por su autorización o monitoraje. Sobre este aspecto es difícil posicionarse. En cualquier caso, existen fórmulas ya probadas, tales como las deducciones fiscales, la compensación en cuotas de formación profesional, las transferencias económicas por parte de las instituciones educativas, etcétera.
Otro punto relevante en este apartado es la implicación de las TIC en el proceso de desarrollo del prácticum. Hay que beneficiarse de sus virtudes y ventajas en las modalidades formativas semipresenciales (virtualización de algunas prácticas), e incluso, e-learning. Algunas de las funciones que podemos acometer con el uso de las plataformas informáticas con las que contamos en la universidad, y que sin duda incrementan la calidad en dicho prácticum, son: mantener el contacto con los alumnos que están en el escenario profesional, orientar, facilitar o apoyar las prácticas, facilitar nueva documentación o informaciones que los alumnos demanden, alimentar la relación, etcétera.
4.2.4. En relación con los centros de trabajo
Los programas de prácticum deben implicar la formalización de acuerdos y convenios de colaboración entre agentes educativos, empresarios y agentes sociales que, teniendo como objeto la concertación de un programa formativo, posibiliten relaciones de mayor alcance y significación.
Desde esta lógica sobre partidarios de acuerdos macro18 entre la universidad, los agentes sociales, los colegios profesionales, la administración educativa y las agencias de certificación que se convierten en referente de los conciertos o convenios a nivel micro, no olvidemos, que los mismos afectan tanto al diseño (concreción de un proyecto de acción), el desarrollo (seguimiento, apoyo, asesoramiento) y la evaluación (sistema-dispositivo-plan) del propio prácticum, con la implicación de los diferentes actores afectados.
Esta exigencia formal viene a superar la improvisación o las relaciones personales coyunturales entre la institución educativa y los centros de trabajo. Por tanto, han de concretarse, además de lo dicho, la programación de la formación en la empresa, las atribuciones y competencias de los tutores (de la institución educativa y del centro de trabajo) u otros actores, y aspectos funcionales (horarios, número de puestos formativos, accesos a otros servicios de la empresa o centro de trabajo, seguros, responsabilidad civil, entre otros).
Cabe, por último, realizar una reflexión en relación con los centros de trabajo, porque no todos son susceptibles de convertirse en espacios de prácticum. Esto decir que hemos de contar con algunos criterios a la hora de la selección o el establecimiento de acuerdos. Tres serían básicos: a) que su sector productivo coincida con la familia profesional que se imparta, b) que corresponda con un sector emergente y c) que cuente con capacidad para un número suficiente de puestos formativos,19 con posibilidad de accesos tecnológicos actualizados.
4.3. Implicaciones evaluativas
La evaluación de las competencias, por sus propias características e implicaciones, es una, sino la más importante de las tareas a acometer el proceso de formación, en general, y en el prácticum en particular. Baste para ello sencillamente reparar sobre la propia utilidad y sus consecuencias socioprofesionales (certificación, reconocimiento, convalidación de experiencia, etc.):
Para asegurar que la enseñanza y la evaluación estén al servicio de los resultados requeridos.
Para facilitar el otorgamiento de créditos por la competencia adquirida en otros lugares.
Para ayudar a los alumnos a comprender claramente lo que se espera de ellos si quieren tener éxito.
Para informar a los empleadores potenciales qué significa una cualificación particular.
Una mínima caracterización de la evaluación de las competencias nos remite a una evaluación formativa, ya que es:
Concebida como un proceso –sin períodos rígidos ni cortos–, que respeta al máximo el ritmo individual de cada persona.
Realizada durante la actividad normal del personal y, siempre que es posible, mientras desempeñan sus funciones y tareas habituales. Es decir, siempre en situaciones ligadas a la práctica laboral.
Interesada esencialmente en los resultados reflejados en el desempeño, más que en los conocimientos.
Basada en las evidencias establecidas en la norma pactada, por lo que las personas conocen bien los resultados a alcanzar.
Contrastada con las evidencias la actividad de las personas y no con el de sus pares o grupos, como frecuentemente ocurre en los sistemas tradicionales.
Dictaminada en términos de si la persona es “competente” o “aún no es competente”, sin ponderación de notas o porcentajes.
Acordada entre quienes evalúan y son evaluados con el apoyo del tutor.
Delimitada a través de guías de evaluación, para evitar el uso de diferentes criterios ante una misma norma, cuando intervienen varios jueces.
Como tal, exige también la articulación de dispositivos válidos y fiables, con los cuales se pueda evidenciar que la competencia se posee. Aunque no debemos olvidar de salida, que la competencia no puede ser observada directamente, sino inferida por el desempeño. Esto obliga a determinar qué tipos de desempeño y nos remite a la cantidad y cualidad de las evidencias que debemos recoger.
4.3.1. Sobre el plan de evaluación
Eludiendo, en cualquier caso, las implicaciones que el proceso tiene por la propia naturaleza de la competencia no debemos olvidar que cualquier plan de evaluación de la competencia profesional (Echeverría, 2002) debe:
Precisar las finalidades de la evaluación (profesionalización clasificación, certificación, etc.).
Adoptar un enfoque de evaluación individual, pero con estimaciones de la contribución a la actuación colectiva.
Determinar las áreas sujetas a evaluación personal y/o colectiva (conocimientos, actitudes, etc.).
Identificar las prácticas profesionales que pueden servir de situación de evaluación, con especificación de criterios y niveles de dominio.
Establecer con precisión el dispositivo en relación a quién evalúa creíble, que sea aceptado y consensuado (comité de evaluación, coevaluación, etc.).
Definir los procedimientos de recogida de información y construir los instrumentos de evaluación.
Centrar la atención en el desempeño profesional en escenarios también profesionales, y en búsqueda de evidencias del trabajo realizado hace que no sean suficientes los métodos ni momentos evaluativos tradicionales para el uso en la formación. Desde esta lógica interesa pues, contar con un plan de evaluación con ciertos objetivos de referencias, los medios acordes de evaluación, la naturaleza de los mismos y los momentos aconsejables.
Para tal pretensión seguiremos, en parte, el modelo propuesto por Le Boterf (2001), que se observa en la Figura 4. Su interés estriba en la medida de tres niveles de efectos de la formación.


Figura 4. Medida de tres niveles de efectos de la formación (Le Boterf, 2001, p. 471).
Aunque pudieran parecer excesivas las exigencias del modelo en relación con el prácticum, todos los niveles son necesarios e imprescindibles, por lo que no debemos quedarnos sólo en la activación de la competencia en el escenario profesional, sino que debemos tener también presente con qué tipo de equipamiento (recursos) se accede a dicho escenario profesional, como ya hemos anticipado.
Una mínima descripción de los elementos del modelo nos indica que:
Las referencias pedagógicas explicitan los objetivos didácticos fijados en las acciones de formación e identificados en los programas. Sirven para evaluar en qué medida se dominan los saberes sujetos a evaluación y hasta qué grado las personas han desarrollado su capacidad de movilizar estas adquisiciones para construir la competencia de acción profesional deseada. Son indispensables para construir las situaciones de prueba.
Las referencias de las competencias describen las actividades requeridas con sus criterios de realización y de correcta realización. Sirven para evaluar en qué medida las personas han construido las competencias adecuadas en relación con las requeridas. Estas referencias son necesarias para construir los protocolos de observación de las prácticas profesionales en situaciones de trabajo.
Las referencias operativas delimitan los parámetros sensibles de actuación, de funcionamiento o de los cambios cualitativos que se desean conseguir como efecto de una acción o de un plan formativo. Sirven para evaluar en qué medida éste ha influido en las condiciones de explotación, en las actuaciones de la empresa o en alguna de sus unidades. El contenido de estas referencias suele centrarse en la descripción de disfunciones y proyectos a realizar.
4.3.2. Sobre los instrumentos y sistemas de registro de información
No son pocos los instrumentos que pueden activarse en un dispositivo de evaluación de la competencia profesional, dadas las características de la misma. Sea como fuere, partimos del principio de la multivariedad y triangulación instrumental, que nos lleva a integrar y, por tanto, a conjugar coherentemente diferentes modos de recoger evidencias20 de la competencia profesional. Como puede apreciarse en la Figura 5.


Figura 5. Tipos de evidencias
Dados los límites de este trabajo no nos vamos a detener en una descripción detallada de la multivariedad de instrumentos para la evaluación de la competencia de acción profesional en los escenarios profesionales. Solamente vamos a centrar la atención en torno a tres de ellos, dada su relevancia e importancia a tal efecto:
Protocolos de observación. Suelen ser cumplimentados por la jerarquía de proximidad (jefe de taller, responsable de equipo, director del proyecto, etc.) y es recomendable que su aportación se realice con un espíritu y unas modalidades de coevaluación.
Aparte de los requisitos generales que han de cumplir este tipo de protocolos, deben contemplarse algunas, como:
a) las referencias de los criterios de realización de las actividades profesionales,
b) las evidencias de desempeño directo y de producto, y
c) el nivel de maestría o de actuación que concierne a las actividades profesionales a observar.
Situaciones de prueba. Todas las actividades realizadas durante el período de formación (realización de proyectos, estudio de casos,..etc.) pueden ser consideradas como tales, aunque se suelen elaborar específicamente para evaluar el logro de los objetivos esenciales del plan, al permitir valorar hasta qué grado se han integrado los “saberes” potenciados y la capacidad de combinación y movilización de las personas para actuar con competencia.
Para ello, debe estar:
a) enfocada a los objetivos formulados,
b) orientada a la resolución de problemas o proyectos a realizar,
c) configurada de tal manera que requiera la combinación y puesta en práctica de todos los componentes de la acción profesional,
d) construida de forma lo más similar posible a situaciones de trabajo reales,
e) condicionada por ciertas exigencias, restricciones y recursos que se presentan con frecuencia en la práctica profesional,
f) concretada al máximo en cuanto a los resultados observables a alcanzar.
Evaluación 360º. No es tanto una evaluación final, sino más bien un incentivo para la reflexión personal sobre la evolución del desarrollo de la profesionalidad, siempre que esta técnica se utilice en determinadas condiciones. Suelen implicarse los niveles jerárquicos superiores, los colaboradores, los subordinados y el propio afectado por la evaluación del desempeño (autoevaluación).
Por encima de todo, requiere un contexto no amenazador ni conflictivo. Es preciso un ambiente de confianza, asegurado por la publicación de las reglas con una carta de explicación personalizada, por la confidencialidad a nivel individual y la transparencia a nivel colectivo.
Entrevistas de balance. Éstas son esenciales a lo largo de todo el proceso de desarrollo de la competencia de acción profesional, pero especialmente al final. Se deben preparar, desarrollar y finalizar con sumo esmero, tanto por parte de los monitores, como del tutor. Por ello, conviene realizarlas tal como Le Boterf (2001, p. 421) aconseja proceder en los momentos previos, durante y después de la entrevista anual.
En este balance final se debe recapitular sobre cuanta información necesitan las personas para el reconocimiento público e institucionalizado de su competencia de acción, a través de los certificados de profesionalidad.
A todo ello le podemos añadir otros instrumentos que pueden implicarse en la evaluación, como pueden ser los cuestionarios de opinión, las simulaciones, el portafolio, los diarios, el análisis de realizaciones o productos, etcétera, e implican otras fuentes de información.
Sirva como reflexión final, que la selección y uso de instrumentos de evaluación está relacionado con qué y cuánta evidencia es suficiente para evaluar la competencia. A ello, también, hay que añadir el nivel de precisión y la cantidad de riesgo que es aceptable. Es decir, si queremos ser precisos y correr pocos riesgos, el dispositivo instrumental debe ser amplio y multivariado; a la par, hay que garantizarle validez, confiabilidad, flexibilidad e imparcialidad (McDonald, Boud, Francis y Gonczi, 2000).
Referencias
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12. Le Boterf, G. (2001) Ingeniería de las competencias. Barcelona: Ediciones Gestión 2000.
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19. Schõn, D. (1992). La formación de profesionales reflexivos. Barcelona: Paidos.
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30. Zabalza, M. A. (2003). Competencias docentes del profesorado universitario. Calidad y desarrollo profesional. Madrid: Narcea.
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Para citar este artículo, se recomienda el siguiente formato:
Tejada, J. (2005). El trabajo por competencias en el prácticum: cómo organizarlo y cómo evaluarlo. Revista Electrónica de Investigación Educativa, 7 (2). Consultado el día de mes de año en: http://redie.uabc.mx/vo7no2/contenido-tejada.html
NOTAS
1 La Revista Electrónica de Investigación Educativa agradece al Dr. Miguel A. Zabalza Beraza y al la Secretaría del VIII Symposium Internacional sobre el Practicum y las Prácticas en Empresas en la Formación Universitaria, Poio 2005, por permitir la publicación de esta conferencia.
2 En algunas situaciones de selección de personal no se requiere de experiencia, pero sí se realiza una inmersión profesional rápida a través de un curso de formación específico gestionado por la propia empresa.
3 El Informe Pigmalión puede ser un ejemplo ilustrativo de esta insuficiencia o distanciamiento entre el mundo de la formación y las necesidades sociolaborales. De hecho, entre otros datos, se alude a que 48 % de los universitarios españoles no están capacitados para ocupar puestos destinados a titulados superiores; 42 % de los recién licenciados tienen trabajos de escasa cualificación durante su primer año en el mercado laboral y, como promedio, tardan 18 meses en encontrar un empleo adecuado a su estudios.
4 En este punto de la reflexión somos optimistas. La propia realidad envolvente personal y profesional en torno al Espacio Europeo de Educación Superior (EEES), la experimentación de nuevas titulaciones en clave del Sistema Europeo de Transferencia de Créditos –European Credit Transfer System (ECTS)–, la implicación en proyectos de integración de las tecnologías de la información y la comunicación en la estrategia metodológica docente y discente, son algunos indicadores del cambio apuntado que estamos experimentando.
5 Participamos de esta definición del profesor Zabalza, pero queremos hacer hincapié en el PRÁCTICUM (con mayúsculas) para diferenciarlo de las prácticas en los centros de trabajo. Para nosotros el primero implica, no sólo el escenario real laboral, sino también el proceso de inicio de la socialización profesional; por tanto, con independencia del tipo de proyecto de acción profesional e inserción profesional que conlleva, exige para poder activar las competencias profesionales, la actuación real con toda la autonomía y responsabilidad en la ejecución. Se diferenciaría de las prácticas, precisamente, en las que no se acometen todas las exigencias del puesto o de las situaciones profesionales, sino que el acercamiento es más puntual y con acompañamiento (demostración, muchas veces) del tutor del centro de trabajo. Si esto es así, hay que acceder al puesto con todo el equipamiento de recursos (saberes) competenciales a activar. Por tanto, como tal, el prácticum sólo lo vemos al final del proceso de formación institucionalizada, con estancias largas; mientras que las prácticas profesionales pueden articularse en el currículum formativo, en momentos previos o durante la propia formación bajo modalidades de visitas, estancias cortas, etcétera.
6 Hacemos hincapié en lo de dilema, en el sentido que éste se refiere a un campo de acción donde existen siempre por lo menos dos polos, y la solución nunca es la supresión de un polo, sino la gestión de ambos. Con ello evitamos caer en las trampas interesadas de aquellos bipolares falsos que insisten, por ejemplo, en que la profesionalización resta el sentido genuino del enriquecimiento cultural, tradicionalmente universitario, evitando o eliminando uno de los extremos de la polaridad que es el perfil profesional, una de las claves hoy día de la formación profesional superior. En el fondo, este posicionamiento no es más que una manifestación de la resistencia al cambio, que ahora obviamos, pero justificaría otro trabajo completo sobre el devenir de la universidad y sus actores.
7 En este documento se analizan más de 50 definiciones elaboradas en la última década.
8 Utilizamos saberes en plural en este contexto, como el conjunto de saber (conocimiento), saber hacer (procedimiento), saber estar y saber ser (actitud).
9 Dadas las limitaciones de este trabajo, el propio proceso, los procedimientos y los instrumentos y técnicas de elaboración del perfil profesional, no queremos dejar de notar en éste la relevancia y significación de los agentes sociales, colegios profesionales, estudios de expertos, destinatarios, etc.
10 Además, desde la misma lógica, hay que reparar en la Red Integrada de Formación (los diferentes subsistemas), los diferentes organismos para definir estándares, la Red de Instituciones o Centros Homologados, etc. que obviamos describir. Todos ellos bajo los auspicios de un Instituto Nacional de las Cualificaciones, como es el caso español.
Hay que considerar también que todo lo aquí apuntado requiere de un reporte normativo importante. Desde una Ley General de Formación Profesional, hasta el propio desarrollo específico, vía decreto-ley u otras variantes de conformación normativa.
11 El módulo formativo vendría a responder a una unidad de competencia.
12 Excede de los límites de este trabajo reparar en esta modalidad formativa que cuenta con mucha tradición en la formación profesional y múltiples sistemas educativos. Sólo queremos destacar su característica desde los objetivos que persigue:
Adquirir técnicas y capacidades que por su naturaleza y características requieren medios, organizaciones y estructuras productivas que sólo se dan en los escenarios de actuación profesional.
Contribuir a complementar los conocimientos, habilidades y destrezas adquiridos en la institución educativa mediante las estancias en los centros de trabajo.
Aplicar los conocimientos tecnológicos adquiridos en los centros educativos en situaciones reales de producción o prestación de servicios.

Fomentar el sentido de la autonomía, creatividad y responsabilidad, posibilitando que el alumno aprenda a buscar soluciones y resolver problemas profesionales que se le presentan en la realidad laboral.
Conocer la organización de las empresas y las relaciones laborales que se dan en cada familia profesional.
Facilitar la relación y el intercambio de in formaciones entre el sistema educativo y el sistema productivo.
En síntesis, desde la lógica de los saberes, es el procedimiento más adecuado para comenzar a crear saber sobre la realidad bien contextualizada del mundo laboral; saber hacer para comenzar a manipular máquinas y artilugios usados en el mundo de la producción; finalmente saber estar entre los medios y recursos que constituyen el escenario profesional.
13 El propio Gardner asocia la inteligencia con las competencias ejercidas en un contexto, considerando que:
Una inteligencia implica la habilidad necesaria para resolver problemas o para elaborar productos que son de importancia en un contexto cultural o en una comunidad determinadas. La capacidad para resolver problemas permite abordar una situación en la cual se persigue un objetivo, así como determinar el camino adecuado que conduce a dicho objetivo (1995, p. 34).

De hecho, para el autor de las inteligencias múltiples, estas actúan siempre en concierto y mezcladas. De alguna forma, estamos cerca de la integración-combinación de saberes en la línea también de Kincheloe, Steinber y Villaverde, 2004).
Esta asunción también nos remite al constructivismo social, sobre todo, en la línea de Vigotsky (1995), por cuanto un espacio, un proceso y un contexto, llamados por éste “zona de desarrollo próximo” organizan la adquisición de las competencias. La actividad cognoscitiva se deriva de la interpretación precisa de escenarios que posibiliten la actuación que una intencionalidad específica requiera, se deriva también de representaciones mentales que, transformadas en imágenes, hacen factible actuar.
En síntesis, el sujeto desde su estructura cognitiva, interpreta transformando los significados y las formas de significar acordados en su contexto cultural y transforma esta interpretación logrando otros significados. Esta estructura cognitiva no se refiere solamente a lo conceptual, sino también a lo metodológico, actitudinal y axiológico: es un proceso en constante construcción.
14 En formación, asumir el proceso pedagógico como “reflexión en la acción” (pensar-actuar-pensar), favorece considerablemente el aprendizaje y el desarrollo de competencias. Dicha reflexión puede manifestarse en diferentes formas (Schön, 1992, p. 36):
Acciones espontáneas y rutinarias que pueden asumirse como estrategias para resolver una tarea o un problema en una situación particular. En este caso el conocimiento de la acción es tácito, formulado espontáneamente sin una reflexión consciente.
Acciones rutinarias que producen sorpresas, resultados inesperados, agradables y desagradables, que pueden no corresponder con nuestro conocimiento de la acción, pero llaman nuestra atención.

Sorpresas conducentes a la reflexión dentro de la acción presente.


Función crítica que cuestiona las suposiciones surgidas de la acción, permitiendo reestructurar estrategias de acción.


Reflexiones que dan lugar a la experimentación in situ, pueden probarse e idearse nuevas acciones.
15 En este punto es necesario detenerse mínimamente, por cuanto la competencia de acción profesional integra todos los saberes. Y siguiendo con el modelo de Bunk (1994), nos referimos a:
Competencia técnica (saber).- Conjunto de conocimientos especializados y relacionados con un determinado ámbito profesional, que permiten dominar de forma experta los contenidos y las tareas propias de la actividad laboral.

Competencia metodológica (saber hacer).- Saber aplicar los conocimientos a situaciones profesionales concretas, utilizando los procedimientos más adecuados, solucionando problemas de forma autónoma y transfiriendo las experiencias adquiridos a nuevas situaciones.
Competencia participativa (saber estar).- Conjunto de actitudes y habilidades interpersonales que permiten a la persona interactuar en su entorno laboral y desarrollar su profesión.
Competencia personal (saber ser).- Características y actitudes personales hacia sí mismo, hacia los demás y hacia la profesión, que posibilitan un óptimo desempeño de la actividad profesional.
16 No es el momento ni el contexto para detenerse a analizar las virtualidades y potencialidad didácticas de tales procedimientos. Baste afirmar que tienen suficiente y amplia investigación que los respalda e, incluso, algunos son constitutivos de importantes innovaciones en universidades europeas (Aalborg, Maastrich, por ejemplo) y americanas (como el Instituto Tecnológico y de Estudios Superiores de Monterrey).
17 Un aspecto interesante a nuestro entender, que vendría a optimizar la relación y la interdependencia universidad-empresa, sería la asunción también por parte de la universidad en cuanto a la formación continua que en la actualidad está cobrando mucha fuerza. Con ello, llegamos a un acuerdo general en la línea de la integración de los diferentes subsistemas de formación profesional, implicando todas las exigencias de los mismos y a los actores sociales.
18 Estos acuerdos pueden tener carácter sectorial. Incluso geográficamente, desde lo local, pueden llegar a niveles internacionales. De hecho, hace tiempo que existe el prácticum internacional.
19 Los puestos formativos no deben confundirse ni identificarse con puestos de trabajo, a fin de evitar situaciones de subempleo u otras anomalías, así como evitar interferencias en los sistemas productivos y en la organización del centro de trabajo. Los puestos formativos no precisan disponer de un lugar fijo, permiten con ello la movilidad y la flexibilidad del alumno.
20 Se distinguen tres tipos:
Las evidencias de conocimiento corresponden al equipamiento de recursos con los que se cuenta. Pueden ser evaluables a través de pruebas (teórico y prácticas).
Las evidencias del proceso corresponden a aquellos elementos que indican la calidad en la ejecución de una tarea. Son factibles de observación y análisis dentro del proceso de trabajo.
Las evidencias del producto corresponden a los resultados o productos identificables y tangibles. Pueden usarse como referentes para demostrar que una actividad fue realizada.
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