viernes, 16 de marzo de 2012

El último de los Mohicanos: Entre el comentario y la reseña

EL ÚLTIMO DE LOS MOHICANOS:

UNA OPINIÓN SOBRE LA NOVELA YLA ADAPTACIÓN CINEMATOGRÁFICA

Por Raúl de J. Roldán Álvarez

 

Era apenas un adolescente cuando tuve la oportunidad, en una humilde biblioteca del barrio Aranjuez, de leer la novela El último de los Mohicanos de James Fenimore Cooper. Por supuesto que esta novela, en aquel tiempo, sólo representaba para mí una inmensa aventura en la que algunos indios tomaban venganza en contra de un convoy del ejército inglés a raíz de viejas cuentas pendientes entre éstos y en la que pagan el pato los escasos sobrevivientes de dicha masacre, entre los que se encuentran las dos hijas de un general (Munro), las cuales terminan enamorándose, la una, de un oficial Inglés (Duncan) igualmente retenido por la tribu guerrera y, la otra (Cora), de Uncas, personaje que corre igual suerte que los anteriores, pero que se evidencia como el traductor de dos mundos en ciernes.

En medio de la inmensa aventura que representaba esa novela para mí y, además, con pocos rudimentos en el ámbito literario e histórico, ya podía sospechar, en cierto modo, que dicho texto escondía bajo la manga algo de romanticismo, de historia, de valores, pero sobre todo, una especie de épica que iba mucho más allá de una simple lucha por la preservación de unas tierras que representaban mucho para una cultura ancestral o la colonización de las mismas por parte de una raza de conquistadores puritanos venida del otro lado del Atlántico: en el fondo presentía que con aquellos personajes, el autor de dicha novela quería revelarme el encuentro de dos formas diferentes de ver el mundo, las cuales, pese a su animadversión mutua, buscaban exactamente lo mismo: la supervivencia de su respectivos ritos y costumbres y la aceptación de que ambas ya no serían las mismas en una confrontación que no tenía reversa.

De esta primera apreciación --un tanto rudimentaria-- a la que puedo hacer de dicha novela hoy, han transcurrido casi 27 años. Lo relevante en este periplo, es que mis consideraciones no han variado un ápice entre estos dos periodos, dado que se me dio la posibilidad de vivir en los Estados Unidos y reconocer que la apuesta de país que describe James Fenimore Cooper continúa vigente, bajo la forma de lucha entre quienes creen en el sueño americano, a la manera de los puritanos llegados a Nueva Inglaterra y el resto --la gran mayoría—que trabajan para hacérselo posible a los apóstoles de aquel credo. Sí, lógicamente es una sociedad acrisolada a costillas de un olvido deliberado (el exterminio de toda una cultura), que presentada al mundo con los ropajes de la libertad y el progreso, cree que ya se purgó de su romanticismo fundacional, pero que en su sustancia más íntima, continúa reproduciendo la misma épica que les permitió erigirse en lo que son: una nación que sólo puede reconocerse en su diversidad confesional, pero en la que ser negro, latino, asiático o árabe es toda una amenaza para el status quo que ya no avanza a la conquista de su propio Oeste sino que ya colonizó casi todo el mundo con su American life way. Sólo que, en ese entonces, los negros, los latinos, los árabes y los asiáticos eran los Indios; y, ahora, aquellos son los indios de la modernidad, los protagonistas de una "invasión" que debe ser purificada por medio de arduas jornadas de trabajo hasta de 14 horas en tres turnos, con escasa seguridad social, sobreviviendo apiñados de a 4 en un espacio para presos, sometidos a agencias temporales de empleo que se enriquecen con su sudor y, casi sin alma, olvidándose de su sexualidad, de noches de asueto para recordar de dónde partieron... solo alcanzan a ser fotografías de una familia que crece en otro lado, con la ilusión del algún día. Así que ese mito fundacional sigue ahí, no ha sido raído de la memoria blanca que todo lo controla y normaliza, solo cambia de atavíos. Es este mito el que nos devela El último de los Mohicanos, aquel que se traduce en arquetipo de toda actuación de un País en el que unos pocos piensan y gobiernan; mientras que, una inmensa mayoría de desplazados de otras orillas del mundo, venera por física necesidad, lo que aquellos convierten en estilo de vida de modo global.

Luego de esta sucinta apreciación sobre la novela de Fenimore Cooper, debo rescatar la artística adaptación que el Director Michael Mann logra de aquella con su filme del mismo nombre. Aunque, lógicamente, pueden verse diferencias en los contenidos de la una y de la otra, tales como que Duncan no muere en la novela como en la película y que termina viviendo con Alice y la amó por siempre; Uncas en la novela se enamora de Cora y no de Alice y Cora ama a Uncas en el texto de Fenimore Cooper y no a Nathaniel como acontece en el filme, en fin, son diferencias que no le restan algo a una producción en la que no se regatea en paisajes, naturaleza, calidad artística y que deja como valor agregado que se pueden hacer buenas adaptaciones sin que la esencia de una obra fundacional de una literatura como, en nuestro caso, El último de los Mohicanos, pierda el sentido, la intención de su autor.

La Perla: Kino y los diversos cantos - Entre el comentario y la reseña

LA PERLA: KINO Y LOS DIVERSOS CANTOS 
Por Raúl de J. Roldán Álvarez 

 
Es verdad de Perogrullo afirmar que La perla es continente y contenido de un profundo simbolismo semantizador del contraste entre la cultura del aborigen pobre, representada en la imagen de un indio llamado Kino –una especie de pachuco ya, al que se le ha arrebatado prácticamente todo lo que tiene—, y ese hombre individualista-conquistador erigido en la moderna ciudad, lleno de información y de conocimiento, pero asistido por el brillo intangible de un saber que lo envilece y lo aleja espiritualmente de todo aquello que pueda asociarse con la sabiduría y los elementos de la naturaleza como la tierra, el agua, el aire y el fuego.

En psicoanálisis del fuego, Gastón Bachelard nos revela que “a veces nos maravillamos ante un objeto elegido; acumulamos hipótesis y sueños; formamos así convicciones que tienen la apariencia de un saber. Pero la fuente inicial es impura: la evidencia primera no es una verdad fundamental” (1966:7). De igual manera, La perla nos habla de esa evidencia primera que ha sido contaminada, de esa verdad fundamental racionalizada, en la que una parte de esa sociedad se encuentra escindida de la naturaleza, y hace de la perfecta perla encontrada por el aborigen mencionado, una fuente de impureza, un canto simbólico de acordes que destruyen, que niega la verdad del significado de una tradición cultural: una cultura que estuvo asentada en el mito, en un rito íntimo, en la leyenda, en la comunión armonizante con los elementos sagrados que no solo conforman el entorno del hombre sino que le constituyen.

En virtud de lo anterior, es que la perfecta perla, constituida como fuente impura por la moderna sociedad conquistadora, es gestora de unos valores pragmáticos en los que solo sirve todo aquello que es útil y puede traducirse en poder. Y para esto, el canto de la violencia, la competitividad y la individualidad debe imponerse al de la armonía, la solidaridad y la comunidad que caracteriza al pueblo de Kino.

En relación con este simbolismo de La perla, bien vale la pena reflexionar un poco sobre el mismo y traer a colación al español Luis Garagalza en su tesis doctoral “la interpretación de los símbolos”, cuando hablando con palabras de Gilbert Durán, dice que “tanto la psicología infantil como la psicología del hombre primitivo, y el análisis de los procesos de formación de la imagen en el adulto civilizado, viene a confirmar la primacía del símbolo sobre el concepto” (1990:57). Siendo así que en dicha novela, se haga evidente, precisamente, esa primacía del símbolo a través de una serie de cantos que expresan las diferencias no solo socio-económicas sino los silencios entre dos culturas que no miran las estrellas del mismo modo en un mismo cielo azul y en la que el narrador clásico (en tercera persona) prefiere no conceptualizar, para dejar al lector la responsabilidad de cuestionar el racionalismo social del hombre urbano, el cual fustiga el intuicionismo de una comunidad como la de Kino fundada en la naturaleza y en la esperanza.

Es necesario enfatizar, conforme a la intención de su autor, que el narrador de La perla no adopta una posición en beneficio de uno u otro, sino que describe y deja al lector la tarea política de la confrontación y la posterior adopción y defensa de uno de aquellos cantos, con los que es simbolizado el conflicto entre esas dos maneras de ver el mundo. El clamor por la reivindicación del símbolo comienza a escucharse desde el principio de la novela, cuando el narrador, evoca lo siguiente:

“Kino escuchaba el suave romper de las olas mañaneras sobre la playa. Era muy agradable, y cerró los ojos para escuchar su música. Tal vez sólo él hacía esto o puede que toda su gente lo hiciera. Su pueblo había tenido grandes hacedores de canciones capaces de convertir en canto cuanto veían, pensaban, hacían u oían” (1982:5).

Tal recurso narrativo, permite que la novela se establezca en un símbolo que universaliza el conflicto histórico-cultural y económico recurrente en la sociedad sureña de los Estados Unidos por medio de la caracterización de una familia en la que dicho aborigen y su esposa, deben hacer lo posible por conseguir los recursos necesarios que les permitan salvar a su recién nacido hijo de la picadura de un escorpión. Esto les implica, en primera instancia, solicitar la ayuda de una clase conquistadora citadina y someterse a una serie de vejámenes y humillaciones sin conseguir su propósito. Vencidos, casi exhaustos y con la marca de la derrota en sus espaldas, Kino y su mujer Juana, con el niño entre sus brazos, se introducen en el mar, para entregarse definitivamente al elemento acuático e intentar un encuentro con sus propios demiurgos salvadores. Estos, por tanto, no solo convierten el mar en un escenario de adoración, de acuerdo con los propios ritos de su pueblo, sino que terminan por encontrar el antídoto que le permitirá sobrevivir a su hijo Coyotito, sino que además se topan con una perla de formas perfectas, en la que creen ver reflejado su futuro y el de su familia, que sin darse cuenta, no es más que el símbolo de la codicia de una clase conquistadora y de la pérdida espiritual de su propio pueblo, el que siempre fue feliz, mientras pudo comprender que lo mejor ya había sido conquistado: la armonía representada en su propio canto ancestral.

Esa es la novela. Pero La perla también fue llevada al cine y no solo se convirtió, al decir de críticos como Gabriel Figueroa, su fotógrafo, en el filme más representativo entre el producido en México, sino que la calidad de su fotografía fue destacada como la mejor en La Muestra de Venecia de 1948, por la prensa extranjera de Hollywood en la entrega de Los Globos de Oro en 1949 y, además, en el Festival de Madrid en este mismo año. 

Estrenada en 1947 y dirigida por Emilio "El indio" Fernández y convertida en guión por el propio autor de la novela (John Steinbeck), La perla deja ver lo mejor del histrionismo mexicano en cabeza de Pedro Armendariz y María Elena Marqués, entre otros grandes de dicho cine, y se constituye, por mucho, en un oráculo en el que abreban todos aquellos que anhelan encontrar sentido al retrato de la pobreza material y existencial de un pueblo, que se vuelve universal en nuestra América, y anhelan comprender ese clamor por la igualdad de posibilidades y la fe de aquellos que menos poseen, a quienes sus sueños les han sido arrebatados por una realidad edificada en un racionalismo socio-económico sin alma.