Vicente Verdú
Poesía para ser Dios
En toda la historia de las lecturas personales, los mejores libros no fueron aquellos que se entendieron del todo ni tampoco los que no se entendieron nada, sino aquellos que de vez en cuando no se entendían y que, en conjunto, sus páginas no venían a ilustrarnos como escolares sino a cortejarnos como amantes.
Hay escritores que poseen ese don seductor y otros no por brillantes que parezcan o por esforzados que sean. De hecho, la cultura y el amor turbadores e importantes solo se encuentran en los sujetos y sus obras que no llegamos a poseer del todo. El mundo se considera más seguro de su progreso, más seguro de su avance cuanto siente que aprende entendiendo que no entendiendo o viendo y tocando que imaginando.
Sin embargo, lo que se instala en la memoria más fértil es el filo de una ausencia que brillaba oculta entre la pared del sentido y del sinsentido. Este habitáculo es el que ocupa con frecuencia la buena poesía moderna o esa estética que, como en el mejor arte abstracto, no trata de decirnos algo concreto.
Nada exacto a través del pensamiento lógico sino algo incierto, la luz baldía del pensamiento demediado y en cuyas fisuras anida la lucidez del secreto.
Si la poesía se considera como aquella escritura de imposible traducción no es tanto porque en el otro idioma falten términos, sino por la imposibilidad de reproducir, en otras lenguas, la proporción, el peso, la distribución y la categoría de los silencios.
O sencillamente: el poema de Eliot es intraducible no por lo que se está escrito sino por lo que no se ve, y no hay ser humano que traslade a otro sistema ese silencio de otro universo escrito.
Escrito o inscrito puede decirse porque, desde una investigación espacial, lo inscrito se hallará inserto en la estructura o, a menudo, bajo la palabra donde se oculta, al costado indeterminable del adjetivo, el verbo o el sustantivo. Incluso la distancia eficaz de esos silencios es imposible de averiguar puesto que las palabras en el idioma poseen una u otra copulación con su ausencia, su cadencia, su carne o su luminiscencia.
De hecho, resulta tan impertinente una traducción de los poemas de Vallejo, por ejemplo, como sería demencial tratar de explicar las formas, los colores y los efectos de un cuadro abstracto.
El lenguaje es, en semiótica, el patrón de la comunicación, pero dista de ser el Dios. El Dios de la poesía no se dice, como tampoco la auténtica creación que ostente una pintura habla inglés, español o alemán. En los museos, como en las capillas, se pide silencio porque ni ante los cuadros ni ante el altar hay nada que decir y menos en el idioma de las tertulias, los discursos políticos o los libros sagrados.
Parece que aprendimos del maestro que nos hablaba como un libro abierto pero, en realidad, no es en donde el docente pone el dedo el lugar donde se halla la lección idónea.
Todos los libros, todos los cuadros, todas las arquitecturas, todas las músicas cuyos intervalos se revelan explícitos dejan de ser milagros.
El auténtico valor del conocimiento se encuentra en la inspiración del conocimiento que no viene a ser otra cosa que una limpia transpiración de su silencio. Porque hay silencios ganga, silencios trampa, no cabe duda.
Escorias de silencio que se desprenden de la impotencia pero, al revés, hay silencios potentes, mallarmeianos, valientes, tan capaces de transformar al receptor que, gracias a ellos, la poesía sigue imperando.
Sigue dando de beber alcohol al que solo esperaba recibir agua o inculcar luz insólita, luz indecible, al que esperaba llegar a saber racionalmente todo.
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