lunes, 25 de julio de 2011

La Educomunicación: ¿en qué consiste?

Por ConoSur
Monday, Oct. 03, 2005 at 10:58 AM

Cuando nos referimos a la educomunicación estamos haciendo alusión a un cruce de dos campos de indagación y producción de conocimientos (la educación y la comunicación) que encuentran familiaridad y se alimentan mutuamente, no solo a partir de las metodologías desarrolladas sino en cuanto a las potencialidades de intervención social que proponen.





Si bien puede sostenerse que la práctica comunicativa del ser humano no puede reducirse a su dimensión pedagógica, no es menos cierto que la comunicación humana, cuando motoriza la producción social de sentidos, compromete actos de enseñanza-aprendizaje y en consecuencia manifiesta una dimensión educativa. 


Por otro lado, si observamos las diversas situaciones educativas (tanto formales como no formales), y las teorías acerca del conocimiento, la transmisión y las funciones sociales de la educación nos encontramos con que el rol que le cabe a la comunicación no es menor, ni es un detalle. Tanto la educación como la comunicación son prácticas constitutivas y privativas de los seres humanos. Si nos referimos a las posibilidades de intercambiar sentidos con “los otros” o de enseñar a y aprender de “los otros” también podemos aseverar que la educación y la comunicación tienen otra particular característica. Son potencias humanas, de todos los individuos, sí, pero necesariamente necesitan del encuentro de más de un individuo. O sea, la comunicación y la educación son prácticas que sólo se justifican a la luz de un proceso de participación colectiva. 


Parece un detalle nimio, pero el solo hecho de estar alerta a este dato nos ayuda a reflexionar acerca de cómo no queremos legitimar nuestras prácticas, para que de esa negación surja más vigorosa una suerte de reconocimiento más cercano de los por qué y los cómo de las prácticas que sostenemos. 


¿Cuál es el punto? Hay algunos modelos de prácticas educativas o comunicacionales que muchas veces son adoptadas, de maneras más o menos conscientes, desde un amplio abanico de justificaciones. En todos los casos (o en la mayoría de estos) se cree estar transitando la senda correcta para conseguir con éxitos los objetivos que se proponen las planificaciones escritas de esas experiencias comunicacionales o educativas. Creemos que de alguna manera son bastante ilustrativas de una tradición cuyo análisis crítico nos ayuda a releer los sentidos de las prácticas pasadas y nos delinea las posibilidades de las futuras. 
Cuando pensamos en la calidad de las prácticas educomunicativas que desde este colectivo nos interesa explorar y crear, no nos olvidamos de las mañas que a toda costa nos forzamos por evitar. Y este intento obsesivo por no cometer errores garrafales no lo justificamos sólo por su impertinencia para conseguir lo que uno se propone como colectivo (o sujeto) educomunicador, sino como fundamento de un colectivo que busca entregarse al disfrute de la experiencia en el intercambio con los otros, a los aprendizajes que nos brindan esas experiencias, al valor que los relatos de los otros tienen en la construcción de lo nuestro, a la recuperación de la mirada y la voz del otro como punto de partida de los caminos que deseamos recorrer, y por qué no, debemos su justificación a que pensamos que si el /los otros no están convocados en el complejo proceso que implica la transformación social, esta nunca va a dejar de ser un lindo sueño y sólo eso. 


Estos modelos, a los que nos referimos, y que intentamos desentrañar en nuestras prácticas para poder superarlos y para rehacernos así con nuevos criterios, se alimentan de principios que pueden ser visualizadas en experiencias de lo más cotidianas. Vamos a nombrar algunos, citando a Daniel Prieto Castillo que las sugiere en su libro “La Comunicación en la Educación”, que tenemos a mano, y que traen claridad para comprender sus implicancias y sus obvias consecuencias. 


No deseamos que nuestras prácticas educomunicativas encuentren un fundamento idealista, esto es, no nos interesa impulsar concepciones absolutas sobre el mundo ni la política, categorías incambiables para comprender la realidad, erigidas de una vez y para siempre. El idealismo es un principio por el cual las ideas son esencias dadas para siempre y los sistemas sociales con todas sus instituciones son estáticos. Por cierto, para estas concepciones que implican conductas y modos de comunicar perfectamente identificables, las personas sólo son concebibles como portadoras de ideas. Las ideas dejan de verse como construcciones colectivas del proceso de intercambio comunicativo o pedagógico y se consideran datos “a priori” (producidas por otros, pero ajenos a nuestra experiencia) que las ciencias y los patrimonios culturales nos brindan a las personas. En el mismo sentido no podemos dejar de rechazar las utopías que se proponen las ciclópeas tareas ideologizadoras, entendiendo por esto, pues lo único que puede entenderse.: La pretensión de llevar al otro a pensar lo que yo creo que debería pensar, sin escuchar cuáles son las ideas que él aporta, de qué modo sus intervenciones enriquecen el intercambio, qué puedo hacer yo para que mis ideas no le resulten tan extrañas e incompatibles con lo que él dice y piensa. Y lo más contradictorio de esta actitud, desde luego las intenciones ideologizadoras todo lo justifican y lo hacen en nombre de alguna propuesta religiosa, política o social superadora, de una utopía o de un aparato conceptual. Más arriba hablábamos de la ingenuidad que sostiene la prepotente tarea de “concientización” de las masas que algunos se proponen con las mejores intenciones. Las consecuencias que pueden intuirse de la aplicación de estos principios de idealización, ideologización y concientización no son menos trágicas en cualquiera de sus variantes. O sea, en el fracaso o en el éxito. En el primer caso nos puede suceder que nuestras propuestas pedagógicas y comunicacionales sean rechazadas por soberbias y herméticas, por autoritarias y violentas, y en el segundo que como colectivo comunicacional nos encontremos formando parte de un cúmulo de individuos que reaccionen de manera lineal a nuestros impulsos, de personas acríticas que repitan teorías de memoria sin haberse preguntado hasta qué punto nuestras palabras los interpelan y los invitan a reflexionar, o peor aún, que nuestras propuestas consigan producir diálogos ficticios entre un rejunte de apavorados que temen decir lo que realmente piensan por temor a la sanción, a la burla, la humillación y el despojo. 


También se viven, en los ámbitos educativo-militantes, escenas trágicas frente a las cuales, pasado el tiempo, nos arrepentimos de no haber reaccionado; como nos sucedió en un Seminario-Taller sobre Comunicación Alternativa que junto con otros colectivos dábamos en una Universidad (de las populares) en la ciudad de Buenos Aires. Como muchas veces pasa, (lamentablemente) la concurrencia de los alumnos era muy inestable, algunos de ellos faltaban durante tres encuentros seguidos y luego retomaban el curso sin poder seguir el hilo de las charlas. Cuando decidían volver a la cursada eran sus otros compañeros los que decidían “pegarse unos faltazos”. Así, nunca conseguíamos dictar los cursos con la totalidad de los participantes. Generalmente lo hacíamos con menos de la mitad de ellos, y en ocasiones con la tercera parte de la matrícula inscripta. Por otro lado, muy pocos seguían con algo de rigurosidad las lecturas de los textos que trabajábamos. Para no faltar a la verdad, casi nunca leían nada. Se les avisaba que durante el próximo encuentro trabajaríamos con tal o cual autor, pero ni con eso: venían (y sin miras de arrepentimiento) con ninguna lectura encima. De todos modos, la participación dentro de la clase era aceptable, discutían, planteaban sus puntos de vista, tomaban posición en alguna discusión teórica, desarrollaban las actividades prácticas. Aunque vale la pena decirlo, muy pocos de ellos eran metódicos y en consecuencia sus críticas no superaban las que puede hacer cualquier persona desde el sentido común. Salíamos una noche de un típico encuentro en el que se había demostrado la falta de lectura y obviamente profundas carencias conceptuales. Uno de los integrantes del cuerpo docente perteneciente a otro colectivo de “comunicación alternativa”, tras la retirada de todos los alumnos del aula hizo el siguiente comentario: “A estos pequebú de mierda no se les puede enseñar nada, por más que le traigas El Capital de Marx no lo van a entender nunca, porque no les interesa nada, ¡es al pedo hablarle a estos!”. En su momento la declaración pasó desapercibida y mucho tiempo después notamos que aquel no había sido el primer comentario que este docente hacía en este sentido, sino sólo el más virulento. Y comprendimos que el compañero podía ser, tal vez, un gran militante, un tipo abnegado, humilde, laborioso, hasta lúcido en sus análisis, pero que en realidad no tenía la más mínima vocación por educar ni comunicar. Lo que él estaba buscando no eran participantes de situaciones educomunicacionales sino adherentes de sus ideas, pretendía reclutar militantes, gente que repitiera lo que él consideraba necesario como saber mínimo para que alguien mereciese respeto. Los participantes que bien o mal aportaban sus ideas, ponían sobre la mesa sus imaginarios y las matrices culturales desde las cuales interactuaban con los otros, que nos mostraban de qué manera se representaban el mundo que viven cotidianamente, que expresaban sus creencias, que desarrollaban potencialidades y seguramente dejaban claras sus limitaciones; para este compañero eran sólo unos pequebú con los que no tenía sentido hacer ni intentar nada. 


Un educomunicador es alguien para el que “las ideas del otro” no son ataques a las suyas, no considera al otro como una esponja cuya mayor virtud consiste, como máximo, en absorber los lanzamientos de sus verdades. Todo lo contrario, las ideas del otro son los insumos, los datos que la realidad le da el educomunicador para comenzar a transitar un camino juntos, un camino cuyo punto de llegada no se sabe ni se quiere controlar. Se puede intuir, se puede imaginar, pero no adivinar. Como educomunicadores no nos proponemos que al final del curso los participantes hayan adquirido determinada manera de entender la vida y el mundo, de creer el mundo, sino que al final del curso, aspiramos a que los participantes/educandos hayan podido construir (en un proceso que implica una autoconstrucción, una construcción de la propia subjetividad) nuevas herramientas conceptuales desde las cuales desarrollar mediaciones para abordar la realidad. Alternativas de mediación, conceptos y marcos perceptivos producidos en los intercambios activos y no como resultado de asimilaciones pasivas. 


En tercer lugar, otra ilusión recorre muchas mentalidades y prácticas (por cierto también las nuestras, y por eso la planteamos críticamente). La ilusión técnica o el tecnicismo, la idea de que todo lo que nos plateemos puede resolverse en el hacer sin reflexionar sobre este hacer, en el cómo sin darse tiempo para pensar en el/los por qué de ese hacer, en sus implicancias éticas y morales, y sobre todo en el modelo social que auspicia nuestro hacer. Nada tenemos en contra del uso de todos los avances técnicos que la ciencia y la tecnología nos proveen, mucho menos del uso de los medios audiovisuales para los fines comunicacionales o pedagógicos que consideremos pertinentes. De hecho, en nuestro proyecto no abundan los periodistas apasionados. Con la vocación de escribas de ninguno de nosotros se podría llegar a establecer un paralelismo con la pasión que encarnaban en sus quehaceres las grandes figuras del periodismo nacional del campo popular. 


De todas maneras nos planteamos la necesidad de un instrumento, de una herramienta informativa, sea gráfica o electrónica, como una parte fundamental del proyecto, porque nos permite expresarnos, ordenar ideas, sentar postura, participar de debates, invitar a otras voces y palabras a formar parte de nuestros espacios, etc. Asimismo como consumidores de medios que somos, como apasionados por la literatura, el cine, la música, el deporte, las expresiones más amplias de la cultura y las artes populares, no desechamos el uso de la televisión, de la radio, de la red de redes, de las cámaras digitales de fotografía y video, etc. Pero no podemos descansar en el hecho de pensar que nuestra tarea de comunicadores pueda reducirse a la manipulación interesada de esos medios. No podemos caer en la tontera de pensar que si llenamos esos medios de contenidos interesantes, democráticos y pluralistas, o más aún, socialistas, comunistas, revolucionarios, marxistas-leninistas, anarquistas o lo que fuere, los mensajes van a llegar a buen puerto sin sufrir distorsiones y a cumplir la función que nosotros les asignemos. Y a propósito ¿esto no es algo que deberíamos festejar? ¿O es que tal vez pensábamos a la educomunicación como una trasmisión lineal de ideas de un polo emisor a un polo receptor donde nuestra habilidad como comunicadores reside en las artimañas que podamos desplegar para reducir al mínimo posible los ruidos que puedan provocarse durante el proceso educomunicativo? Evitar una mirada instrumentalista de la comunicación es una de las consecuencias posibles de la visualización de la comunicación humana como un proceso complejo donde no sólo aporta contenidos el que emite un mensaje sino aquel/aquella que lo recibe en un contexto dado, con una historia pesándole sobre sus espaldas, con intenciones propias que responden palabras concretas y generan nuevos textos, poniendo en juego imaginarios con los que construye su vida cotidiana, con estados de ánimo provocados no solo por la actualidad social, sino también por su realidad sentimental, y por otros muchos factores que ni debemos sospechar, y operan a diario en todas las relaciones comunicativas y educativas de los seres humanos. Y en esta línea, dos elecciones bastante frecuentes con las que tampoco deseamos legitimar nuestras propias prácticas. La tendencia al cientificismo que pretende erigir a la ciencia en verdad absoluta e incuestionable modo de comprender todo tipo de fenómenos. Aunque resulte paradójico dado que una de las razones por las cuales la ciencia es lo que es y se diferencia del dogma, es que el conocimiento que nos trae es siempre provisorio y rectificable y es por eso que no existen paradigmas eternos. La autoridad que se desprende de la lectura de tal o cual autor o de la aplicación de tal o cual teoría o modelo no son datos en sí mismo, de carácter incuestionable, caminos a seguir en cualquier circunstancia. Así, la ciencia y sus productos se perciben como objetos que superan las capacidades mundanas de las personas y su acercamiento y uso solo se justifica para poder rendir tributo a sus verdades y homenaje permanente. Los autores y los científicos, lo mismo que todas las categorías, los instrumentos y todo el herramental conceptual que puedan aportarnos deben ganarse nuestra valoración positiva por la manera o las maneras en que se disponen como herramientas de mediación hacia nuestro (de los educomunicadores y de los educomunicandos) quehacer cotidiano. Cualquier teoría puede servir para que cualquier persona encuentre los modos en que esa teoría lo interpela, lo ayuda a reflexionar y a construir sentidos cuando reflexiona sobre su propia vida utilizando los conceptos que le aporta la teoría. 


Si una teoría no puede expresarse de manera sencilla para ponerla al alcance de cualquiera, tanto del ilustrado como del lego, pues entonces no es buena para ser introducida en situaciones pedagógicas. Esto no significa descalificar o relativizar el valor de la ciencia, solo significa que los lenguajes que ayudamos a construir en nuestros espacios pedagógicos no deben nunca ser resultado de la combinación de elementos ajenos a las vidas de los participantes del acto educativo. Y tanto los fenómenos simples como los más complejos pueden ser procesados sin caer en exclusiones ni llegando a ser paralizadores de las transformaciones de la práctica educativa. Recordemos que brindar información para que las personas accedan a ellas, sean estas científicas o de la vida social, es algo bueno, pero brindar elementos, espacios, momentos, actos, gestos, aperturas, diálogos, alientos, acompañamiento permanente, etc para que junto con los educadores, los educandos construyan nuevas miradas del mundo, miradas transformadoras que ayuden a abrir nuevas puertas, es todavía mejor. 


Como planteamos antes, lo que se propone el acto educomunicativo es aportar elementos que ayuden a generar condiciones que produzcan nuevas matrices desde donde interpretar el mundo, la vida social, las relaciones, entendiendo por estas también las relaciones con la naturaleza, o las relaciones entre los seres humanos y su entorno. Nuevas matrices con las que, a contrapelo de las que imperan en los sistemas perceptivos que ayudan a ver el mundo como un conjunto de objetos mercancía (y moldean nuestra subjetividad para que podamos naturalizar la lógica del capital), consigamos crear esquemas de percepción configurados por las fuerzas humanizantes que nos interpelen desde la necesidad de admitir un mundo que pueda ser habitado sin las pulsiones destructivas y deshumanizantes propias del capitalismo. 


Por último, pero esto es solo tentativo porque las mañas y los vicios acríticos (y a veces autoritarios) suelen ser varios más, la vieja tendencia a justificar todo lo que hacemos con argumentos empiristas, casi el complemento del tecnicismo, esa sobrevaloración de las prácticas. Ese ímpetu, muy común en todos los proyectos con vocación militante de que práctica es ponerle el cuerpo a las cosas, a los compromisos, a las dinámicas, a los talleres, a los encuentros, a las discusiones, etc. Lo cual no está mal siempre que no toquemos el límite en que no podamos mirar la propia práctica con ojos críticos y siempre que no terminemos repitiendo métodos y dinámicas rutinarias sólo porque estamos convencidos de que lo que dio resultado ayer, necesariamente tiene que darnos resultado mañana. Las prácticas también se producen como resultado de una sistemática reflexión sobre el sentido de las mismas, no debemos (como educomunicadores) rotularlas de una vez y para siempre, y pretender descansar al compás de su ejecución: ni un taller garantiza la mejor circulación de la palabra, ni determinada dinámica (ayer exitosa) puede asegurarnos el salto cualitativo a una nueva instancia de conocimiento la próxima vez que la usemos. La práctica es una manera en que predisponemos nuestro pensamiento, está relacionada íntimamente con una convicción y una ética de búsqueda para la producción del conocimiento, pero nunca con fórmulas vacías, mecánicas, deshistorizadas, descontextualizadas, etc. Por esta razón es que las prácticas deben siempre responder a una necesidad concreta y en base a esa intuición es que decidimos adoptarlas. 


Para cerrar nos vamos a regalar una extensa cita del libro de Prieto Castillo del que antes hablamos. Si hasta aquí habíamos desechado ciertas maneras de reivindicar una práctica educomunicativa, nos toca ahora acercarnos a definiciones que describan más esta búsqueda. Y dice lo siguiente: “Insistimos; el hecho educativo es profunda, esencialmente comunicacional. La relación pedagógica es en su fundamento una relación entre seres que se comunican, que interactúan, que se construyen en la interlocución. 


Quienes hemos elegido la educación hemos elegido como base de nuestra actividad una educación humana, una relación con el otro. Nuestra profesión está entramada hasta sus entrañas en la comunicación. 


Cuando hago esta propuesta en torno a una comunicación que nos permita el autorreconocimiento, la interacción y la proyección, me sitúo de lleno en las críticas que se vienen haciendo en nuestro tiempo al intento de centrar transformaciones en el juego de las innovaciones tecnológicas o en la creencia tan corriente, de que estar más informado es estar transformado. (...) 


No estoy tan seguro, a la luz de estas reflexiones, de que la transformación se logre con un aceleramiento de la apropiación de conocimientos. El desafío es acompañar ese necesario proceso con un enriquecimiento de las relaciones, con una construcción de uno mismo y del otro. 


Y no valen para ello ni los apresuramientos ni los atajos. Construirse y construir tienen como base el respeto por uno mismo y por los demás. Esto no se improvisa ni se predica, ni se desarrolla a través de algún taller. Es el fruto de una constante e intensa relación con uno mismo, plasmada en documentos, en materiales en los cuales leerse, en reflexiones sobre modos de actuar y de percibir, y de una también intensa relación con los demás, expresada en espacios en los que puede uno hacer un constante ejercicio de confianza, de fe en las palabras y en las intenciones del otro. 


Si la educación está a la base de nuestra humanización, si mediante ella pasamos de una bullente atmósfera de sensaciones al lenguaje articulado, a la caricia, a la mirada, al sentido y a la cultura, y si el hecho educativo es profunda, esencialmente comunicacional, en tanto somos seres de relación, siempre entre y con los otros, no podemos soñar con transformaciones educativas sin jugar hasta las entrañas nuestra capacidad de comunicarnos”. 


Colectivo ConoSur 


Referencia:


CONOSUR. ¿Qué es eso de la Educomunicación? Tomado de: Argentina Indimedia. Consultado el 25 de julio de 2011. Por Administrador blog Lenguaje y Comunicación Universidad de Antioquia. <http://argentina.indymedia.org/news/2005/10/332263.php>

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